domingo, 22 de febrero de 2015

LA CASA DE LAS MUÑECAS


Eran todas muy hermosas, angelicales y casi mágicas. Extasiada ante tanta delicadeza no podía dejar de mirarlas y admirarlas. Aquella casa era encantadora, rodeada por un amplio jardín de flores y plantas de los mas variados tipos, decorada con un gusto conservador con muebles de madera de tea y tapetes bordados por doquier, tenía grandes ventanas y puertas e innumerables habitaciones y ambientes. 

Las muñecas estaban por todas partes, vestidas con hermosos trajes vaporosos de diferentes colores y texturas, encajes, tules, cintas, adornos en sus cabelleras y accesorios formaban parte de sus vestimenta. Estaban colocadas en las camas, sobre cada mesa y repisa, en los muebles y las sillas, sobre los recodos de la escalera, en la cocina y hasta en el jardín. 

La mujer preguntó: -¿Cuál escoges? -La miré sorprendida, pues no podía creer lo que me ofrecía. Entonces, ella dijo: -Ya que has venido hasta aquí tienes que llevarte una muñeca, esa es la norma para todo el que visita esta casa-. Todavía sin creer lo que me decía, inexplicablemente miré a mi alrededor una y otra vez, di algunos pasos a la deriva y escogí la del vestido amarillo, con larga cabellera rubia y grandes ojos marrones. En sus manos tenía una margarita. 

La mujer dijo, -has hecho una buena elección. Ahora iré a los registros y veré cuál es su nombre-. Mientras esperaba a la mujer no dejé de mirar a aquella muñeca. Enseguida regresó y con voz dulce y una sonrisa muy segura me dijo: -Su nombre es Ana-. Mientras salía de aquel encantador lugar con la muñeca entre mis manos, no podía dejar de pensar en sus palabras: -"Has hecho una buena elección"-. No salía de mi asombro ya que la preciosa muñeca se llamaba como yo. 

EL PEQUEÑO PUERTO AZUL


Después de aquella terrible semana en alta mar llegaron a aquel pequeño puerto. Con muchas horas de navegación y de agotador trabajo sobre sus espaldas, y sin dormir, sus cansados ojos no daban crédito a la quietud de aquel acogedor panorama. Eran las siete de la mañana y la calma y el silencio los recibieron con desparpajo y arrojo. Se miraron unos a otros extrañados de no encontrar rastros en aquel lugar de la feroz tormenta que los azotó durante días y que pareció perseguirlos en su travesía por el océano. Cuando le preguntaron al marinero que los ayudó a atracar su barco que cómo habían pasado el temporal en aquel sitio, como respuesta recibieron una interrogante  y una expresión de incredulidad. El canto de las gaviotas contrarrestaba el sonido de la mar embravecida que todavía rugía en sus oídos, y al divisarlas colocadas una al lado de la otra en una larga hilera sobre el gran cartel que distinguía el nombre de aquel bonito lugar, bajo un cielo muy azul y arropadas por la monotonía del amanecer sintieron alivio en sus maltrechos sentidos, acto seguido les invadió la sensación de que el mundo se había quedado anclado y permanecía estático en ese punto del Atlántico. Una vez atracado su velero, se dispusieron a desembarcar para asearse un poco e ingerir algún alimento.

El pequeño puerto azul, como había decidido llamarlo, al que llegaron empujados por la tormenta, era  simplemente encantador y allí estaba ella, con su larga cabellera morena movida por la ligera brisa marina, saludando con su mano extendida y con una amplia sonrisa en su rostro. Pedro giró la cabeza para saber a quien saludaba la chica y entendió cuando vio que el fotógrafo no dejaba de disparar su lente fotográfica. Sus compañeros de tripulación y él tomaron el desayuno en un restaurante ubicado en el segundo piso de la torre de control en una amplia terraza con piso de azulejos de colores y con vista al mar. Un espléndido sol que asomaba entre las nubes los acompañó en su comida. La morena de cabellera larga se acercó hasta donde estaban ellos, su piel de ébano brillaba y su juvenil sonrisa inundaba todo el lugar. Fotógrafo y chica no desaprovecharon la belleza del sitio y la luz espléndida que proveía el sol naciente a esa hora de la mañana, para tomar numerosas fotos desde distintos ángulos, con lo cual embellecieron aún más el agradable panorama que se desparramaba por doquier.

Una ducha de agua caliente les devolvió la vida. A medida que avanzaba la mañana, aquel puerto despertaba de su letargo nocturno, y efectivamente pudieron cerciorarse de que al menos en muchas semanas no habían tenido ni tormentas ni temporales por allí, así que a esas alturas de los acontecimientos casi se podían reír de sí mismos y de su propia paranoia cuando llegaron al lugar para resguardarse del temporal.

Una vez que descansaron lo suficiente, decidieron quedarse un par de días en aquel puerto. El pequeño muelle, cinco pantalanes, una decena de restaurantes, la torre de control rodeada de hermosas terrazas, los servicios a lo largo del puerto, una entrada con un pequeño espacio que hacía las veces de centro comercial, y todas las dependencias pintadas de ese azul que asemeja el azul del mar, hacían de aquel pequeño puerto, un lugar hermoso. Los barcos de tránsito, los centros de buceo, el catamarán turístico, las motos de agua y la faena de los pescadores del lugar salpicada de rasgos autóctonos de la zona le daban vida y deleitaba los sentidos.

Hoy con la foto entre sus manos, recuerda el día que zarparon muy temprano en la mañana, la misma calma y silencio que los recibiera el día que llegaron, los despidió. La guapa morena le había regalado una foto a propósito de una agradable tertulia que tuvieron la noche anterior de su partida en uno de los restaurantes del lugar. Pedro, con el ímpetu de sus veintiún años, se había quedado prendado de la cabellera larga, de la amplia sonrisa y de la imagen de la hermosa chica que desde la terraza de la torre de control los despidió con su mano extendida.


EL CONCERTISTA


Faltando poco para dar comienzo a su presentación, pidió que le dejaran solo. Sentado a la orilla del sobrio sofá, ligeramente inclinado hacia adelante, con sus codos apoyados en sus piernas, asido a su instrumento que lo había acompañado durante muchos años en su transitar de músico desconocido, no supo cuanto tiempo estuvo en aquella elegante antesala, en penumbra y con muchos recuerdos arremolinados en su memoria. Quería estar consigo mismo y detenerse allí, justo en ese momento que consideraba tan importante como el concierto mismo.

Quería saborear y digerir que estaba en la hora y el día señalado. Tenía la necesidad de sumergirse en ese instante, para experimentar esa sensación del momento previo, que imaginó tantas veces de mil maneras y así poder eternizarlo en su memoria. Era él al que todos esperaban para el gran concierto, anunciado y publicitado muchos meses antes en aquel renombrado y prestigioso teatro. Se repetía así mismo una y otra vez: –ya estoy aquí-.  

Había llegado el gran acontecimiento de su vida, tomaría parte en la ejecución del concierto como solista y sentía muchas emociones encontradas dentro de sí. Su nombre figuraba en la gran marquesina, había ensayado con la prestigiosa sinfónica muchas horas y lo que otrora parecía una aspiración ilusa se convertía por fín en una realidad. En ese momento comprendía muchas cosas.

Se dio cuenta que sonreía, cuando el flash de la cámara lo sacó de sus cavilaciones, lo que hizo que se levantara automáticamente para dirigirse a donde le esperaban; se oyó una voz audible decir: -EL CONCERTISTA, ya viene-. Y mientras caminaba y escuchaba los aplausos, seguro estaba que el camino transitado como músico desconocido adquiría más vigencia y relevancia que nunca y que era ese camino, el que le daba vida a aquel acontecimiento.